VENERABLE SAT ARTHAT

VENERABLE SAT ARTHAT
BELIA VILLAFANE

jueves, 26 de septiembre de 2013

CAMBIO CLIMATICO

Cosmovisión y Cambio Climático 

by sapereaudecat

Como ocurre con todas las problemáticas ambientales con causa antropogénica, el problema del cambio climático tiene un origen esencialmente cultural. La relación que los seres humanos establecemos con nosotros mismos y con el medio en el que vivimos está entrecruzada por diferentes prácticas (económicas, políticas, religiosas, etc.) pero todas ellas se articulan, en última instancia, alrededor de los conceptos fundamentales de la cosmovisión. Ciertamente esta dependencia no es unidireccional sino que se trata, como veremos, de una retroalimentación que reafirma tanto las prácticas como la cosmovisión en la que se producen.

En esta mediación cultural, la cosmovisión es un instrumento esencial de la cultura mediante el cual ésta elabora toda una serie de conceptos fundamentales para definir cuestiones esenciales referidas, principalmente, al sentido. Toda práctica, sea esta la que sea, tiene siempre como telón de fondo una idea sobre qué es el ser humano, cuál es su lugar en el mundo, qué es la naturaleza, qué lugar ocupan los humanos en el cosmos, … toda una serie de cuestiones que representan el marco estructural en el que se genera el sentido, elemento necesario para poder legitimar las prácticas de cada sociedad, prácticas que a su vez reafirman ese mismo sentido que las legitima.

Todas las culturas humanas poseen, en lo esencial, los mismos conceptos cosmovisionales, pero su articulación, interacción y posición jerárquica en la compleja red de sentido que genera la cosmovisión es siempre diferente. Hay que señalar, de paso, que esa compleja red es esencialmente lingüística. De esta manera, podemos encontrar sociedades antropocéntricas frente a otras claramente biocéntricas. Generalmente las primeras suelen ser individualistas y las segundas comunitaristas. En éstas últimas, la posición del ser humano individual en la toma de decisiones se encuentra casi siempre supeditada a la comunidad y ésta a su vez se somete a una estructura suprahumana que limita tanto lo pensable (determina aquello que puede ser pensado con sentido) como la acción (aquello que, no sólo está permitido hacer, sino que marca un límite fáctico al hacer mismo).

Veamos un ejemplo bien conocido. Si pensamos en la cosmovisión que articulaba las sociedades europeas a finales  la Edad Media occidental, nos encontramos con una serie de ideas esenciales que determinaban la acción y el pensamiento. Dentro de este esquema cosmovisional podemos decir que el individuo era apenas algo impensable que sólo se encontraba en un estado embrionario en ese medio cultural[1]. El antropocentrismo de algunas propuestas que pensaban la relación de la humanidad con la naturaleza estaba totalmente mediado por elementos teocéntricos, como la idea de “jardín” o la de “cesión” en la que el ser humano era un simple gestor de la creación y su poder, aunque ya se empezaba a dejar notar con toda su fuerza, no era más que una cesión de Dios[2]. El cosmos, regido por las descripciones aristotélico-ptolemáicas, era finito, lleno, formado por zonas ontológicamente diferentes y jerarquizadas. Dentro de este contexto podemos describir muy gráfica y simbólicamente un cambio de cosmovisión profundo mediante la imagen de Galileo alzando su telescopio. Antes, en los cielos eternos e inmutables, no había nada que ver. Ese gesto simboliza un cambio en el pensamiento y en la acción que legitima una nueva cosmovisión: ahora es lícito pensar que hay cosas que ver en los cielos, con lo que, mediante una nueva tecnología, conseguimos abrir un nuevo campo para la acción humana. En adelante, los parámetros cosmovisionales que permiten el gesto de Galileo ya no son los mismos que los dominantes en la etapa anterior. El ser humano es un individuo único que puede ejercer legítimamente el control del medio en el que vive, un medio que ya no es más que mera ‘res extensa’. Estamos dentro de un universo uniforme e isótropo en el que no existe ninguna diferencia ontológica. Aquí la naturaleza deviene lo dominable. En todo caso, la única diferencia ontológica en el mundo, es decir, la única pauta para marcar el nuevo sentido, la encontramos en el valor intrínseco del individuo humano, el nuevo centro del universo.

Esto nos revela también cómo la tecnología está profundamente ligada a esa construcción de sentido ya que, en definitiva, lo que se puede o no hacer depende mucho de los parámetros que dicten qué sea lo real en cada cultura. El telescopio no tiene sentido en un mundo que no crea que puede ver, con sus propios ojos, lo que hay más allá de la tierra. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la máquina de vapor. Recordemos que en el siglo primero de nuestra era, Herón de Alejandría inventó la eolípila, la primera máquina de vapor, que en ese momento no pasó de ser una mera curiosidad. En la sociedad esclavista grecolatina nadie podía pensar en aplicar este mecanismo a una máquina para generar energía: sus parámetros cosmovisionales no eran los mismos que los del capitalismo.

Hecha esta introducción, veamos la raíz cosmovisional de la problemática del cambio climático.

Uno de los elementos cosmovisionales fundamentales de la cultura occidental[3], y que regula de manera decisiva la relación del ser humano con la naturaleza desde la Modernidad hasta hoy, es la ilimitación de la capacidad de acción. Nuestra forma de vida es incapaz de reconocer límites ya que se fundamenta en la idea de que el poder de acción humano es ilimitado. Además, esta idea conlleva aparejadas dos más. En primer lugar, la de que, necesariamente y casi como una característica ontológica de la realidad, el progreso es una característica inseparable de dicha acción. Y en segundo lugar, la idea de que las consecuencias negativas que tenga dicha acción, o bien serán siempre menores que los beneficios (el “precio del progreso”, un precio siempre asumible) o bien serán invariablemente solventadas por esa misma capacidad infinita de progreso (casi siempre mediante la tecnología, lo que caracteriza nuestra forma de vida como esencialmente tecnoentusiasta). De esta manera los límites (naturales, sociales, humanos, …) son siempre relativos, dominables, previsibles y reorientables.

Pero, como ya hemos dicho, las diferentes prácticas humanas se interrelacionan e interactúan en función de los conceptos cosmovisionales que articulan el sentido de las diferentes culturas. Así, el concepto mismo de la ilimitación actúa de manera decisiva en uno de los aspectos esenciales del desarrollo económico: el consumismo.

Consumir es el acto, necesario e inevitable, que lleva a cabo todo ser vivo para mantenerse a sí mismo. En este sentido, toda vida implica consumir. Pero si observamos el funcionamiento de los ecosistemas, veremos que los equilibrios que se establecen entre los consumos que los diferentes seres vivos llevan a cabo para mantenerse vivos entran dentro de unos límites sistémicos que permiten establecer un equilibrio global. De esta manera, todos los elementos mantienen una armonía entre su desarrollo particular y el balance global de energía. Si se produce algún exceso por parte de alguno de los elementos la totalidad se ve afectada y el sistema reacciona de diferentes maneras, para restablecer el equilibrio.

El ser humano es un ser vivo más, pero la cultura, una propiedad emergente de la biología, le permite tomar distancia de esta red ecosistémica. En el fondo esta toma de distancia es la forma de conciencia más poderosa que ha generado nunca la naturaleza. Dicha toma de distancia no significa que la humanidad pueda ser independiente de la naturaleza, pero si que le puede permitir pensar en sus propios fines, al margen del interés global del sistema natural. De hecho, la humanidad crea nuevos fines en la naturaleza mediante la cultura: como toda propiedad emergente genera efectos que no estaban contemplados en el sistema de partida. Esta es la raíz del arte, la religión la filosofía. Pero también es la condición de posibilidad para que el ser humano pueda seguir caminos propios, caminos que incluso le pueden llevar hasta su propia desaparición. En definitiva, esta toma de distancia de la humanidad ante lo natural puede provocar el espejismo de la independencia de la naturaleza. Así, sólo el ser humano es capaz de articular su existencia entorno de conceptos contradictorios con los límites ecológicos. Esto no significa que toda sociedad humana deba construirse, necesariamente, frente o contra la naturaleza, significa tan sólo que tiene la posibilidad de hacerlo, posibilidad que se cumple en el caso de nuestra situación contemporánea.

Nuestra forma de vida no se centra en el consumo mínimo necesario dentro de los límites biosféricos sino que, al contrario, los pilares en los que se aposentan nuestras relaciones económicas – y con ellas las políticas y las tecnológicas – generan una forma de vida intrínsecamente incapaz de percibir dichos límites. El consumismo se fundamenta en dos elementos esenciales. Primero necesita un continuo incremento de la producción. Segundo requiere que dicha producción no se limite a los productos o servicios sino que incluya siempre las necesidades de los individuos. Estas necesidades, en consonancia con el factor de producción, nunca pueden ser satisfechas ya que si lo fueran cesaría el deseo de lo producido y, en consecuencia, se dejaría de producir. Producción y necesidades son consideradas como algo que, no sólo nunca puede parar, sino que debe siempre incrementarse. Se trata pues de una forma de vida intrínsecamente contradictoria con la idea de equilibrio ecosistémico. Nuestra forma de vida nos lleva hacia una profunda incapacidad cosmovisional de percibir los límites. De manera inconsciente se considera que la naturaleza es un receptáculo inagotable de recursos y residuos, al mismo tiempo que el ser humano es un animal dotado de una capacidad infinita de deseo. Dentro de este esquema de visión del mundo, el factor que tiende a mitigar cualquier posible preocupación lo encontramos en el tecnoentusiasmo y la idea de progreso como algo evidente por si mismo. Así se explica porqué las cuestiones ambientales, a pesar de su importancia fundamental, quedan siempre relegadas a un segundo plano con el convencimiento de que las soluciones a dichos problemas serán siempre posibles mediante la tecnología. Otros problemas pasan indefectiblemente por delante y son percibidos como mucho más importantes. Entendemos también cómo es posible que no seamos capaces de darnos cuenta de que a pesar de la indiscutible gravedad de muchos de los desafíos que acechan a la humanidad, los más graves son, en realidad, aquellos que nos pueden llevar al colapso mediante un cortocircuito de los equilibrios ecosistémicos de los que dependemos. Siempre permanece la idea de la ilimitada capacidad de la naturaleza sumada a la confianza ciega en el progreso humano y su capacidad de enfrentarse a cualquier situación.

Al llegar a este punto ya podemos ver que el consumismo no es simplemente una mera forma de organización económica, es una forma de vida legitimada por elementos cosmovisionales determinantes. El principal ya lo hemos mencionado, la ilimitación, concepto derivado de la idea de progreso humano infinito y de la del dominio de la naturaleza. Esta última idea aporta la noción de que todo lo que existe es susceptible de transformarse en un objeto de consumo, es decir, que todo lo que existe es dominable[4]. Estas ideas, que establecen una meta para la humanidad junto con los medios para conseguirla, nos señalan una idea de fondo acerca de lo que la naturaleza es: una propiedad exclusivamente humana de la que podemos disponer a voluntad. Junto a ella tenemos también una idea de lo que el ser humano es: un ser con una capacidad de deseo infinita situado en la cúspide de la realidad como su fundamento último. De esta manera entendemos que conceptos como felicidad, calidad de vida, progreso social y otros se vean inevitablemente dominados por esta estructura cosmovisional, legitimando las mismas prácticas que los generan.

Hay que decir que estas ideas que se desprenden del análisis del consumismo, como elemento cosmovisional fundamental en nuestra cultura, chocan frontalmente con los nuevos paradigmas científicos de la complejidad, la incertidumbre, la ecología, ciencia postnormal, la sistémica y otros. Pero es preciso señalar que de lo que se trata cuando hablamos de cosmovisión es de establecer los pilares conceptuales de cómo ve el mundo una cultura determinada. En este sentido, no nos referimos a la idea que la ciencia más avanzada tiene del mundo y del ser humano sino a la construcción cultural de la imagen del mundo. Así pues, si bien es evidente que la cultura cambia y es dinámica, o mejor dicho, guarda una relación equilibrada entre cambio y resistencia al cambio, también es verdad que los cambios requieren generalmente[5], largos períodos de tiempo. Por consiguiente, las nuevas imágenes que se generan en los ámbitos científicos más actuales deberán tener un papel preponderante en la configuración de la cosmovisión del futuro. Pero, hoy por hoy, no constituyen el fundamento legitimador del pensamiento (de lo que es pensable) y de la acción (de lo que se puede hacer). Así, la economía, la política o la misma ciudadanía tienen como horizonte de sentido una relación con el mundo, y con el propio ser humano, que tiene como base los conceptos anteriormente descritos.

Ahora podemos afirmar que toda solución al problema del cambio climático en particular, y a los problemas ambientales en general, no pasa, como se cree generalmente por la implementación de tecnologías limpias y eficientes, ni por el establecimiento de medidas sancionadoras económicas. Pasa forzosamente por un cambio cultural que nos lleve a un cambio cosmovisional profundo. De hecho, el cambio en las relaciones políticas y económicas, así como en la generación de nuevas tecnologías realmente ecológicas no puede pasar por otro camino que no sea el cambio cultural. Cualquier otra cosa está destinada únicamente a poner parches pero no a solucionar un problema estructuralmente anclado en lo más profunda de nuestra visión del mundo.

Esta es la explicación de porqué, a pesar de las evidencias científicas aportadas, todavía existe una furibunda resistencia a aceptar las pruebas, en especial sobre el cambio climático. Al mismo tiempo, nos permite entender porqué somos capaces de poner esta problemática, como todas las ambientales, siempre en segundo plano frente a otros problemas. Somos incapaces de percibir nuestra complicada situación tal como le ocurre al famoso batracio del “síndrome de la rana hervida”. Esta metáfora explica de manera clara que, de la misma manera que la rana posee un sistema de adaptación térmico al incremento de temperatura gradual, y que dicha capacidad es algo que forma parte de la naturaleza misma de la rana, nuestra cultura posee una incapacidad cosmovisional intrínseca para percibir el desequilibrio de sus relaciones ecosistémicas con la naturaleza. Lo que en la rana es un mecanismo biológico en nosotros es un dispositivo cultural.

Nuestra forma de vida nos ha hecho adictos a las energías fósiles y a su alto rendimiento. Estamos tan vitalmente enganchados a ellas, para poder mantener lo que consideramos como la mejor de las formas de vida posibles, que no somos capaces de percibir la necesidad de un cambio profundo. Y el motivo es que ese cambio profundo sólo es posible mediante un cambio cultural que modifique los presupuestos del pensamiento y de la acción.

Los cambios culturales – que inevitablemente se producen – abarcan largos períodos históricos. Podemos aventurarnos a pensar que nuestra cultura adoptará a la larga nuevos presupuestos cosmovisionales derivados de las ya mencionadas perspectivas científicas contemporáneas, alejadas del antropocentrismo. Ocurre no obstante que tal vez ya no dispongamos de tiempo suficiente como para permitirnos esperar la evolución cultural que nos lleve hacia una relación equilibrada con la naturaleza. La única posibilidad para lograr cambios cosmovisionales rápidos pasa por el “efecto pinza”. Este efecto se produce cuando tanto la base social de una determinada cultura, como las esferas que detentan el poder, convergen en una misma intención. Pero para que esto se produzca es preciso que se den una serie de elementos de difícil coincidencia. En primer lugar debe existir algo, externo o interno a la sociedad misma, que sea realmente percibido como un peligro. En segundo lugar, que las actitudes de la base y la cima de la sociedad, no sólo incidan en la misma dirección sino que compartan objetivos. En tercer y último lugar, que se dispongan de medios suficientes, tanto simbólicos (culturales) como materiales (organizativos o tecnológicos) para poder llevar a cabo los cambios.

Tenemos numerosos ejemplos de esto en la historia. Citaré tan sólo dos. Uno lo mencionaré sin profundizar demasiado: el paso de una sociedad basada en la ética protestante del trabajo a otra fundamentada en el consumismo[6]. La crisis de los años 20 del siglo XX revela a los empresarios la necesidad de generar un nuevo producto, el consumidor, sin el cual no pueden vaciar sus estocs de mercancías. Al mismo tiempo, para poder consumir se necesita ocio y tiempo libre, con lo que los trabajadores fabriles pasan de trabajar duras jornadas laborales de 16 horas o más a otras de 8 horas. La pieza final, la que cohesiona el sistema y da la estocada final a la ética protestante del trabajo es la tarjeta de crédito. El cemento cosmovisional que arropa este cambio profundo ya existía, es el nuevo sentido del deseo tal como lo describe J. Loke, en 1690 en su Ensayo sobre el entendimiento humano:

“La inquietud que siente un hombre en su interior por la ausencia de alguna cosa que le proporcionaría placer  si estuviera  presente es aquello que llamamos deseo. Éste es más o menos potente según dicha inquietud sea más o menos ardiente. Tal vez, además, no sería inútil señalar de paso que la inquietud es el principal, por no decir el único, motor que excita la industria y actividad humana”.


Como dice Paul Hazard[7], el traductor de esta obra al francés[8] pone entre comillas este sentido del concepto deseo ya que no encuentra uno equivalente en el francés de su momento histórico. Se trata de un sentido diferente que recoge un giro cosmovisional nuevo que acabará de plasmarse fácticamente tres siglos más tarde. Este sentido del concepto lo enlaza de manera íntima con el antropocentrismo y con la idea de inevitabilidad del progreso mediante el dominio tecnológico de la naturaleza. Con esto podemos leer ahora en clave cosmovisional la revolución del consumismo que se produjo, de manera increíblemente rápida para ser un proceso cosmovisional, en los años 20 del siglo pasado. De paso entendemos ahora un poco mejor su profundo arraigo cultural como estructura organizadora del sentido del mundo a la par que legitimadora de la acción.

El segundo ejemplo para ilustrar este efecto pinza lo encontramos en lo sucedido en la ciudad de Barcelona durante una grave sequía que se inició en abril del 2006 y que duró hasta junio 2008. durante este período el consumo de agua en Barcelona se redujo hasta 108 litros por habitante y día. La media española era en el 2006 de entre 250 y 300 litros por habitante al año y los niveles de consumo de agua a los que Barcelona se ciñó son realmente sorprendentes dentro de los consumos habituales de las ciudades del llamado mundo desarrollado (piénsese que en EE.UU los niveles son de 500 litros por habitante y día, y por ciudades Pekín consume 666 litros y Tokio 320). Los elementos que permitieron llevar a cabo una transformación tan profunda los encontramos en dos elementos esenciales. El primero es la percepción real del problema como propio. El miedo al avance de la sequía y los problemas políticos, económicos y sociales que podía acarrear, provocaron un efecto palpable en la población. En segundo lugar, las políticas del gobierno catalán (algunas más criticables que otras), la amenaza real de las restricciones, las campañas de información, etc. hicieron mella en una población que percibía señales de amenaza y peligro inminentes. En definitiva, el factor motivación del conjunto de la sociedad funcionaba y la “pinza” entre las acciones de los poderes públicos y los ciudadanos particulares generaron una respuesta colectiva al problema.

Preguntémonos ahora ¿Porqué no ocurre lo mismo con el cambio climático y con otros problemas ambientales graves? Las respuestas, después de lo expuesto anteriormente en relación a la cosmovisión y al efecto pinza, se deducen por ellas mismas. Las exponemos a continuación a modo de conclusiones.

Primero, el cambio climático es un fenómeno global que, en muchos casos, se aleja de la percepción inmediata de las personas. No se ve como un problema prioritario, ante otros que se suponen de mayor alcance. Esto es posible sobretodo gracias al efecto producido por los conceptos centrales de nuestra cosmovisión: antropocentrismo, deseo, progreso, tecnoentusiasmo, etc.

En segundo lugar, no contamos con unas estructuras de poder transnacionales que sean capaces de liderar una opción por la transformación cultural desde las esferas de poder. Al mismo tiempo, las estructuras de poder que actualmente son capaces de acciones políticas efectivas tampoco perciben el problema en su dimensión más profunda. Están más preocupadas por otras problemáticas, a menudo relacionadas con el mantenimiento del mismo sistema que genera los desequilibrios. Por otra parte, la perspectiva cortoplacista de la organización política impide a los gobiernos establecer objetivos de transformación social de largo alcance ya que estos superan los planteamientos temporales de sus acciones de gobierno. Además de ello, puesto que las estructuras cosmovisionales de la población no varían, todas las acciones destinadas a paliar problemáticas como el cambio climático están destinadas a devenir impopulares. Si la población sigue percibiendo que su calidad de vida está directamente relacionada con el incremento contínuo del consumo y el sistema económico no puede dejar de funcionar sin él, no hay posibilidad alguna de transformación cultural.

Tercero, existe la percepción en las poblaciones de que muchas veces se han exagerado los posibles efectos. La cuestión del cambio climático se está transformado en un “Apocalipsis” más, como lo fueron la amenaza de la guerra atómica o el efecto 2000. Esto resta efectividad a los mensajes serios, al mismo tiempo que afianza la sensación de que no hay límite alguno para nuestra capacidad de acción en el planeta.

El cuarto y último punto, la información científica no se transforma de manera inmediata en información asumible por las poblaciones. Se requieren toda una serie de procesos que mejoren los canales de información entre la comunidad científica y las sociedades. Muchas veces el problema está en que los intermediarios en la difusión de la información son parte interesada en el problema.

En definitiva, “el adicto[9]” no reconoce todavía plenamente el problema. Nos encontramos tan sólo en las primeras fases del reconocimiento de la enfermedad. Para que finalmente podamos encontrar una curación será necesario que la intervención se dirija a lo más íntimo de nuestra visión colectiva del mundo. Pero lo más importante está en pensar la manera de que el paciente reconozca su enfermedad y sea consciente de su adicción. Esta es una tarea que no puede dejar de lado ningún elemento, no puede limitarse a meras intervenciones tecnológicas. Se requiere una transformación sin precedentes en las estructuras profundas de la sociedad, en especial de la economía. Pero llegados aquí no podemos más que recordar estas palabras de Jürgen Habermas:

«Las sociedades capitalistas no pueden responder a los imperativos de la limitación del crecimiento sin abandonar su principio de organización, puesto que la reconversión del crecimiento capitalista espontáneo hacia un crecimiento cualitativo exigiría planificar la producción atendiendo a los bienes de uso. En todo caso, el despliegue de las fuerzas productivas no puede desacoplarse de la producción de valores de cambio sin infringir la lógica del sistema»[10]

¿Seremos capaces de llevar a cabo tal transformación?


Bibliografia

Berger, P, y Luckmann, T., La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires, 1986

Dobson, A., Pensamiento político verde, Paidos, Barcelona, 1995

Glacken, C.J., Huellas en la playa de Rodas. Naturaleza y cultura en el pensamiento occidental desde la Antigüedad hasta finales del siglo XVIII, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1996

Gurevich, A., Los orígenes del individualismo europeo, Ed. Crítica, Barcelona, 1994.

Habermas, J., Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Catedra, Madrid, 1999

Hazard, P, La crise de la conscience européenne. 1680-1715, Fayard, Paris, 1961

Lipovetsky, G., La era del vacío, Colección Argumentos, Editorial Anagrama, Barcelona, 1986

Locke, J., Ensayo sobre el entendimiento humano, RBA, Barcelona, 2002

Polanyi, K., La Gran Transformación: Crítica del Liberalismo Económico, La Piqueta, Madrid, 1989

Rifkin, J.,  El fin del trabajo, Editorial Paidós, Barcelona, 1996

VV.AA., “L’Estat del Món 2004”. Edició monográfica: la societat de consum, World Watch Institute, edició en català del Centre Unesco de Catalunya.

Watzlawick, La realidad inventada ¿Cómo sabemos lo que creemos saber?, Gedisa, Barcelona, 1989

Watzlawick, P., ¿Es real la realidad?, Herder, Barcelona, 2003

Watzlawick, P., El sinsentido del sentido o el sentido del sinsentido, Herder, Barcelona, 1995

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